En 2018, General Cabrera, Córdoba, organizó el 40ª Certamen Nacional de Cuento. Mi cuento Anastasia obtuvo el Tercer Premio. Los jurados fueron los escritores Federico Falco, Luciano Lamberti y Lila Lardone.
Anastasia
“El hombre no puede vivir donde las flores degeneran.”
Napoleón
Apenas el ruido de las hojas que crujen cuando alguien pasa, una moto que se acerca y se aleja. Debería salir más, murmura. Caminar, ver gente. Han sido siglos de encierro.
Se mira las manos. La piel sigue intacta. Qué extraña es la piel humana, se comporta como las plantas del balcón; sin agua se secan, se vuelven rígidas. Quizá todo se trate de proporciones, proporciones y relaciones de agua, sol, luz, y tiempo. Estas plantas vienen sobreviviendo a todo. Las suculentas son así, inteligentes. Saben lo que hacen: pueden pasar meses sin agua porque en las hojas carnosas se reservan agua. A veces, sin que mamá se dé cuenta, le corto un pedacito a una y me quedo mirando cómo gotea el agua, savia espesa y verde. Por eso no las riego muy seguido. ¿Para qué? Mamá dice que hay que regarlas dos veces por día. Ella tendría que saber que hay cosas más importantes.
Regar las plantas, se repite. Otra moto. Más apurada que la anterior. El ruido queda en el aire por unos segundos, siente que le retumba adentro, en el cuerpo, en el pecho y en el estómago. Todo es una cuestión de proporciones, si pienso mucho en las plantas, no puedo ocuparme de mamá. Se mira las manos. Blancas. Dicen que las líneas encierran el destino. Por eso no son todas iguales. Venas del otro lado. Son canales, conductores de agua. El planeta tiene 70 por ciento de agua, el cuerpo humano tiene 70 por ciento de líquido. El agua es el conductor de todo. El agua impera. Las suculentas son plantas de agua. Todas carnosas, las suculentas.
Ah, ese ruido. Ronco. Llega de a poco. En capas. Lo ocupa todo. Me crispa las manos. Mamá llama. Anaaastasssiaaa. ¿Y ahora qué? ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere?
Anastasia camina por el pasillo. La diferencia de luz es notable. Afuera, el balcón era una hueco donde se veía el mundo, la luz blanca, caliente, fuerte, poderosa. Adentro, el pasillo es finito, largo, oscuro. Las paredes están empapeladas de Toile de Jouy, la escasa luz que logra filtrarse, deja entrever la estampa de niños alegres corriendo alrededor de una casa francesa. La bombita de luz se rompió. Todavía no encontró el momento de arreglarla. Son muchas ocupaciones; las plantas, el agua, la luz, mamá. Todo es cuestión de proporciones y esto es mucho. Es mucho para mí.
Es mucho para ella.
Avanza por el pasillo oscuro hasta asomarse a la habitación. Se detiene por un momento y luego camina en puntas de pie. Mira la cama. Está en silencio y parece dormida. No importa. Es hora de darla vuelta. Se acerca a la cama y empuja el cuerpo como si fuera un tronco. El viento y la sal lo secaron. Los brazos son frágiles, se van a partir. Los brazos de mamá. Pobre mamá, ¿cuánto habrá tenido que cargar?
Ya está. No se va ahogar, porque la cuido. Corre el camisón traslúcido para descubrirle un poco la espalda. De cerca es como si observara con una lupa, como si pudiera ver cada poro de la piel. Ah, la piel. Ya no es la piel de mamá. Los animales cambian la piel, la piel se agrieta, se aja. Sus manos blancas contrastan sobre la espalda desnuda de su madre. Busca la crema. Ese olor tan suave a rosas. El cuarto se impregna del perfume fresco de la crema, le gana terreno al olor de la humedad, nota como de a poco desaparece el olor a estancamiento, encierro, silencio de muchos años.
Anastasia decide tirarse en el sillón del living. Desde ahí puede ver aún el balcón, percibir algo del sol que va cayendo y espiar las suculentas. Mamá duerme y ahora puedo descansar. Acostada, juega en el sillón. Levanta una pierna. Levanta la otra pierna. Las piernas estiradas forman una V. Abre y cierra las piernas como una tijera que corta el aire. Las cierra, no ve por el balcón, las abre, el mundo –que ahora tiene menos luz porque el sol se está yendo como todas las cosas que alguna vez estuvieron– aparece a través del balcón. Abre y cierra con más velocidad. Abierta, cerrada, abierta, cerrada, mundo, no mundo, mundo, no mundo. De pronto, se cansa. Es agotador. A-go-ta-dor. Agotada.
Se queda dormida sin darse cuenta, sueña con peces de colores que nadan en la parte más honda del mar, peces como arcoíris, tornasolados, multicolores, ella cree que son mariposas pero también sabe que son peces, bichos que pueden respirar bajo el agua, no se ahogan, vuelan entre arrecifes y corales, comen lo que dejan caer los peces más grandes, duermen de día y brillan de noche. Acostada a lo largo del sillón, con el camisón blanco bordado en rosa, parece un animal dormido, brillante. Afuera la noche avanza. Anastasia no come mucho y esta vez no ha comido en todo el día. A veces se olvida, no tiene hambre, no le duele el estómago, es un agujero, no lo siente, no sabe si tiene un estómago. El pelo en la cara se mueve como una serpiente sigilosa, el viento le hace mover el pelo, el pelo la despierta de un sobresalto. Está asustada, se quedó dormida, no sabe qué día es, ni qué mes, ni qué año. Mamá, dónde está mamá.
Hubo un tiempo en que veraneaban en la costa con trajes de baño enterizos, tomaban cocacolas en botellas de vidrio grueso, la arena no les secaba la piel, ni el aire les daba miedo, ni la luz les quemaba los ojos e incluso las risas de otros veraneantes les hacía cierta gracia. Pero eso había ocurrido hacía tanto tiempo que apenas podía recordarlo. Anastasia pensaba en el pasado como una postal olvidada en el bolsillo de una valija.
Estaba toda húmeda, mojada, casi empapada del sueño. Se levantó con frío y corrió a ver su madre. Le tocó la cabeza, metió sus dedos entre el pelo, trató de peinarla, la madre tenía la boca abierta. Le tocó los labios. Parece un pez, una brótola, mejor se la cierro. La boca. Cerrada. No duerme. No abre los ojos. La muevo. Anastasia la empuja otra vez como un tronco, rueda y cae al piso rígida. Se acuesta contra ella. Se pega a su cuerpo, estómago contra estómago, boca contra boca, la abraza. Sus manos se mueven como lagartijas por el cuerpo de la madre. Es el cuerpo que la protegió y que también le pertenece. Ahora siente mucha sed. Se le seca la boca, le duele. Es una sequía adentro de su boca. Se siente cansada. Hace un esfuerzo por levantarse y camina hasta la cocina donde busca un vaso limpio. Hay pilas de ollas oxidadas, ceniza, hollín y tierra en el piso. No encuentra el vaso. Tomo de la canilla. Abre la boca y toma agua como un animal desesperado a punto de ser cazado. Tiene que tomar agua rápido, antes de que el arma de un cazador la alcance.
La sed no puede ser saciada, Anastasia se empapa otra vez, esta vez del chorro de la canilla, se arrastra por el piso hasta llegar al sillón. En la otra habitación su madre en el piso es una roca, una estalactita. Ella tirita de frío, cierra los ojos y piensa en su madre. En enterrarla en el jardín, junto a las lilas, en regarla cada dos días, en explotar las hojas de las suculentas y beber la savia como si fuera el sexo, en renovar la tierra que entierra a su madre, poner tierra fresca cada dos meses, regar, piensa en el entierro, silencioso como todos estos años, siglos, y vuelve a quedarse dormida, muy quieta, sin movimientos.