Leo de forma desordenada. Esto quiere decir que interrumpo lecturas con otras lecturas, que abandono libros por meses y luego retomo, que no tengo una guía ni un sistema de lecturas. Voy, encuentro, leo, abandono, vuelvo. Algunas personas me dicen que si dejo un libro es porque no me “atrapó”. Qué imagen poco feliz que un libro tenga que atraparte, como si vos no quisieras quedarte, como las trampas de ratones. Yo siempre contesto que el fin de leer no es que me atrapen, que no leo libros con la expectativa de no poder soltarlos como si eso fuera signo de que el libro es bueno. Tampoco se abandonan así nomás las novelas de la tarde y no por eso son buenas. ¿Acaso cuando comemos, si empezamos con una rica ensalada pero nos entusiasma mechar con un poco de bife es porque la ensalada no nos atrapó?

En ese ir y venir de lecturas, me reencontré con “Once tipos de soledad” de Richard Yates. Retomé en donde había dejado, en el cuento “El hombre B.A.R.”. Qué felicidad también reencontrarme con mi tema —o ambiente— favorito en la literatura: lo doméstico, la rutina, lo ordinario.

El hombre B.A.R. es el señor Fallon, uno puede imaginarlo de traje gris, con un sombrero mediano de felpa, con dolores de espalda que lo atacan por las mañanas, afeitándose con la espuma de afeitar que eligió su mujer en el supermercado. No son las cosas que dice exactamente el texto pero se desprenden de cada imagen que narra el autor sobre su adorada criatura. Fallon un día —porque sí—, quiebra. Está un poco harto, se da cuenta en su trabajo, nota que su mujer ya no intenta embarazarse, que las salidas de los viernes lo aburren y el enojo le sirve de excusa para escapar una noche. Él no es nada más que un hombre común, también es el hombre B.A.R. quien supo empuñar su arma en el ejército y en la guerra, un hombre que era reconocido en aquellos tiempos por su valentía. Todo su orgullo se había disuelto en los días y las noches de hombre citadino, casado y con empleo. Yates lo lleva de acá para allá, primero en su casa de paredes empapeladas discutiendo con su mujer, peleando con sus amigos semi borrachos en el bar, y luego el paseo-escape con un par de extraños que conoce en otro bolichito. De ahí a un concierto de jazz donde nuevamente vive el desconocimiento de sus pares, de las mujeres, y entonces huye hasta encontrar una luz que es como una epifanía, una iluminación en medio de la frustración.

Porque eso es lo que más me entusiasma en la literatura y —quizás— en la vida; la posibilidad de una pequeña revelación en medio de carpetas, jornada laboral, cafés, platos sucios. No espero que estos personajes cambien o quieran cambiar su vida porque al fin y al cabo, salvo tremendas excepciones, todos somos el hombre B.A.R., y está bien así, pero aspirar a revelaciones en medio de la cotidianidad me parece un buen plan, un sentido.

Flowers

Después de leer a Yates, me acordé de un cuento de Updike: A&P. Este breve cuento lo conocí en unas clases de Chitarroni que tomé en el Malba hace cuatro años. Lo leí porque Chitarroni dijo que transcurría en un supermercado. Me imaginé a los personajes entre latas de salsas de tomate y escobillones para barrer. Y así fue; un cajero de A&P se ilumina al final del cuento, cuando el capo del súper le dice a unas chicas en bikini que se tapen. Entonces este héroe, de la nada, decide renunciar, y cuando renuncia se aleja del supermercado y ve a su jefe sentado en su puesto de trabajo cobrándole a la gente en fila, tal cuál él mismo hacía unos minutos y se da cuenta, de golpe, que la vida no iba a ser fácil. ¿No es así como tomamos las decisiones? En medio de lo común de nuestra vida, zas, tenemos una respuesta que le da sentido a todo.

Por eso no aspiro a que los libros me atrapen, espero que de sus páginas atisbe una luz que me encandile de sabiduría doméstica.